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La mitad silenciada en las democracias modernas

Eva Navarro Pulido

Catedrática de Filosofía. Patrona de la Fundación CIVES.

Hace unos semanas acudí a ver la proyección de la película ganadora del Goya 2023 al mejor documental, Labordeta, un hombre sin más;  me emocionó profundamente recordar mi propia juventud en la España de la transición, pero también me impactó la ausencia de mujeres en las fotos de la época, a finales de los 70 y durante los 80. No deja de ser sorprendente que, al volver la vista al pasado reciente, las mujeres estén tan olvidadas en los acontecimientos históricos al ser un sector escasamente incorporado en calidad de sujeto a la historia oficial. Obviamente, las mujeres han sido objeto de investigación, pero con una visibilidad distorsionada que las analiza como madres de, esposas de, amantes de, hijas de, …Si queremos corregir el error en tanto sociedades que se consideran democráticas, es necesario asumir en el relato histórico el compromiso con las víctimas, reto que implica su visibilización y, por tanto,  resarcir, reconocer, recuperar, investigar, enseñar, divulgar…una nueva perspectiva, siempre atendiendo a los principios de verdad, reparación, justicia y no repetición.

En el nacimiento de las democracias modernas en el siglo XVIII aparece un nuevo concepto de ciudadanía que concibe al sujeto como portador de derechos por el hecho de haber nacido dotado de razón, es decir, capaz de pensar por sí mismo. Sin embargo, los derechos humanos no pueden concebirse como universales cuando surgen de las diferencias políticas que se dan entre los propietarios y los desposeídos, los letrados y los iletrados, los civilizados y los bárbaros, los sanos y los enfermos, los cuerdos y los dementes, los racionales y los emocionales, los hombres y las mujeres. Estos binomios de desigualdad son los que justifican la discriminación fundada en el género que lleva a la exclusión política, la subordinación social y la devaluación cultural de las mujeres. En este sentido, el pensamiento ilustrado contribuye a consolidar un estereotipo dominante de la mujer como eterna menor de edad que precisa tutelaje. Mientras se enarbola la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad para todos los hombres (nunca mejor usado el término hombre), las mujeres son concebidas como criaturas cercanas a la naturaleza, emocionales, intuitivas, arrastradas por sus pasiones, ancladas al pensamiento concreto y con inclinación innata hacia el cuidado. En el siglo siguiente, el liberalismo consolida el ámbito de la intimidad como el espacio del individuo masculino heterosexual para la creación de su universo afectivo y erótico, separado por completo del mundo público y privado. En definitiva, la incipiente democracia nace con una tara que provoca la exclusión, la subordinación y la invisibilización de las mujeres mientras hace gala de universalismo moral y político.

La exclusión de las mujeres, es decir, la mitad de la población, parte de que la razón, en realidad, no es atributo de todos los seres humanos. Se las considera incapaces de aprender las destrezas necesarias para participar en debate, dada su naturaleza, por lo que acaban excluidas de la comunidad política activa, en tanto que la guerra, la academia, la gran prensa, los parlamentos y las tertulias de gente culta se convierten los dominios exclusivos del varón.

En cuanto a la subordinación, surge de la jerarquización entre el mundo público, el privado y de la intimidad. El mundo público es entendido como el lugar central del relato histórico, el privado se centra en las tareas domésticas y reproductoras, y el de la intimidad hace alusión tanto a la geografía sentimental de rutinas vacuas que desembocan normalmente en el tedio, como al lugar ideal donde el varón encuentra el afecto exento de asperezas y conflictos. En este último, el varón es el único proveedor, por lo que no solo la sociedad considera a las mujeres no productivas, sino que las propias mujeres acaban pensándose a sí mismas de esta manera. Consecuentemente, se da por hecho que existe un sexo “fuerte” (hombres como defensores del orden social) y un sexo “débil” (mujeres como reproductoras de la estirpe)

Por último, la invisibilización femenina se consolida con la Ley del Padre, que regula la intimidad mediante la subordinación y la obediencia de los hijos y la esposa. Esta ley permite el uso de la violencia de modo que el matrimonio se convierte en el legitimador estatal de la jerarquización y el poder absoluto del varón. Asistimos por tanto a la hipervirilización de la esfera pública, especialmente en los ejércitos, donde cualquier conducta poco masculina o afeminada es contestada con una agresiva contundencia. Esta visión del mundo que establece que los hombres son proveedores y protectores de familia y que las mujeres son madres y esposas consagradas y fieles presupone que el honor de la familia y /o la nación reside en el respeto de tales códigos; quien los transgreda queda excluida, desterrada, señalada, marcada. De esta manera, se produce el advenimiento de una nueva mirada que normaliza la violencia contra las mujeres.

Sin embargo, y a pesar de la exclusión, la subordinación y la invisibilización, las mujeres se enfrentan al patriarcado reivindicando la ciudadanía que les es negada en la nueva organización política de la democracia. La primera ola del feminismo, a finales del siglo XIX, vinculada en parte a la lucha del movimiento obrero, no centró el foco de atención en la violencia padecida, sino en la conquista de los derechos civiles. Hasta los años setenta del siglo XX, no se vindica la soberanía plena de las mujeres sobre su propio cuerpo, cuando la segunda ola denuncia la violencia por parte de vecinos, compañeros, hermanos, padres, maridos, instituciones como las iglesias, el aparato judicial o saberes como la medicina. En definitiva, la lucha de las mujeres para no ser la mitad silenciada en las democracias del siglo XX reconfigura la comprensión de los derechos humanos: valga como ejemplo el Derecho Internacional Humanitario, la década de la Mujer de 1975 a 1985, la Conferencia mundial del decenio de las Naciones Unidas sobre la mujer, la  Declaración de Naciones Unidas  sobre la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing, el Protocolo de Estambul o la Resolución del Consejo de seguridad de la ONU, que reconocen progresivamente la especificidad del cuerpo de las mujeres, su sexualidad y las discriminaciones de las que ellas han sido objeto hasta la última década del siglo XXI cuando llega el empoderamiento femenino y el feminismo mundial.

En el camino de los avances, también se producen enormes desvíos: cuanto más grandes son las conquistas democráticas de las mujeres en el siglo XX, más violentos son los retrocesos que se producen con la llegada de los fascismos. Hitler, Mussolini y Franco fuerzan el eterno femenino, es decir, la cultura de la clausura, de la renuncia y del sacrificio, imponiendo el familiarismo, que fundamenta los valores civiles en los familiares, frente al individualismo, que establece la libertad individual como principio en el que se asienta la sociedad de derechos. Lo que pretenden los fascismos es más que el retorno a la tradición: quieren aislar a las mujeres del devenir histórico, borrarlas como ciudadanas y eliminar los derechos civiles conquistados para restituir más madres a la casa, más hombres al trabajo y más hijos a la Patria.  Este retroceso se evidencia en los 40 años de franquismo, que exige un “nuevo” modelo de mujer para la “nueva España”; con el objetivo de lograrlo, Franco establece una legislación específica que regula el tutelaje de las mujeres y la dependencia absoluta del varón. El Fuero del Trabajo (1938) y la Ley de Reglamentaciones (1942) sistematizan la expulsión de las mujeres del mercado de trabajo regular para encerrarla en el ámbito de lo doméstico y la economía sumergida. Un ejemplo poco conocido de esta regresión durante el franquismo es el de la masonería femenina, que, aunque solo supone un 1,7% de la masculina, muestra claramente la política de aniquilación por parte de Franco mediante la alianza entre el catolicismo y el poder político.

En la España de finales del XIX, aparece un protofeminismo que aspira a un modelo diferente de mujer por el que luchar y que tiene en la educación su bandera. Las mujeres aspiran a participar en la vida ciudadana, pero se encuentran con las puertas cerradas por todos los varones, incluidos los más progresistas, porque “carecen de instrucción”. A pesar de estas circunstancias, las mujeres se van introduciendo en distintos espacios de la sociedad de forma muy lenta, enfrentándose al rechazo y la ridiculización de sus actos. Los masones no son ajenos a esa actitud, de modo que no las aceptan como miembros de las Logias, sino que generan lo que se conoce como “rito de adopción”, que permite a las mujeres incorporarse a la masonería bajo la supervisión y el tutelaje de los varones. A pesar de la discriminación de sufren, el nuevo espacio de sororidad permite a las masonas educarse y alejarse progresivamente del estereotipo dominante, de modo que algunas adquieren relevancia en la vida pública. Con la llegada de la dictadura franquista se crea el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (TERMC), que además de perseguir a los hombres, lleva a cabo un especial ensañamiento contra las mujeres, considerándolas enemigas del estado. No sólo son encartadas, violadas, rapadas, paseadas y humilladas como otras mujeres, sino que tenían que firmar una retractación de su pertenencia a la masonería alegando que su naturaleza femenina no les permitía entender tales cuestiones, del mismo modo que las tareas propias de su sexo les impedían participar en otros asuntos que no fuera el cuidado de su familia. En suma, no solo se trataba de represalia, sino de una última ignominia que enterrara una historia de sabiduría y sepultara de forma definitiva una vida interrumpida.

En resumidas cuentas, si queremos superar las representaciones de mujeres como figuras pasivas en las narrativas históricas, hay que visibilizar los crímenes cometidos contra ellas sin convertirlas exclusivamente en víctimas:  también han sido resistentes y combatientes. Esto significa que, si queremos una ciudadanía plena en las democracias modernas, hay que incorporar a la investigación el reconocimiento y la validación de las voces de las mujeres; en otras palabras, se ha de girar desde el androcentrismo hasta el ginecocentrismo, desde los márgenes al centro de la historia.

Bibliografía utilizada:

  • Borderías, C.: La historia de las mujeres: perspectivas actuales. Icaria. 2008
  • La memoria histórica desde la perspectiva de género conceptos y herramientas.

Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación

  • Turrión García, M. J.: El franquismo contra la masonería femenina. Marcial Pons Historia, 2022
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